El canal del Ministro (2012)

el canal del ministro - mario valdiviaEl cowboy bueno recibe dos impactos de bala y cae; la camisa azul manchada de rojo. Se arrastra a duras penas tras la barra del bar. Sabe que morirá en pocos segundos. El dolor es lacerante. Lo invade una súbita tristeza que deprime las ganas de ponerle fin a lo que debe. Yace de espaldas en el suelo. Hacia arriba por la derecha ve un estante de botellas y vasos que trepa hasta el cielo de la habitación, y a la izquierda, a media altura, el borde de roble oscuro del mostrador. Con un esfuerzo sobrehumano que le contorsiona la cara, alinea la mira del revolver con su ojo derecho, apuntando al borde de madera manoseada y lustrosa, y aguarda. Sólo le resta esperar.

            El pistolero surge de pie tras una mesa en el fondo del salón. Una bala le atravesó el muslo derecho, de donde vierte sangre oscura apenas visible en el pantalón negro. Arde y duele intensamente, pero sabe que no es grave. Una buena limpieza, vendajes y unos pocos días inmovilizado, será todo. Está seguro de que el vaquero temerario que lo desafió está muerto, aunque debe verificarlo. Siempre hay que asegurarse y rematar si es necesario; es su regla máxima. Se aproxima a la barra cojeando, cruza su cuerpo sobre ella y asoma la cabeza hacia el otro lado.

            El disparo a boca de jarro del cowboy le da de lleno en la frente lanzándolo a más de dos metros de distancia hacia atrás. Queda tendido de espaldas en el suelo con la  cabeza destrozada; el piso cubriéndose de sangre a su alrededor.

            Se alcanza apenas a ver morir al vaquero asido firmemente de su revolver cruzado sobre el pecho. Todo termina con una vista superior de los dos cuerpos muertos mirando al cielo, separados por el mostrador.

            Recién ahora el inspector jefe de la policía investigativa puede dejar de atender a la pantalla del televisor y probar con vigilante prudencia el sándwich de ave con mantequilla en pan tostado que pidió. Las películas de vaqueros y pistoleros atraen a Cáceres perentoriamente. A diferencia del resto de su generación, él no tuvo por héroes  juveniles a Gary Cooper, Robert Taylor o John Wayne: en el Chiloé de su infancia y adolescencia sólo había un cine que quedaba muy lejos, y a la encerrada caleta pesquera donde vivían sus padres no lograban bajar las señales de la televisión. Hoy no cambia una película de vaqueros por nada, tanto que en ocasiones van a salas de cine distintas con su señora, que las odia. Otras veces, antes que salir al cinematógrafo, prefiere quedarse en casa a ver en video alguna vieja película ausente para siempre jamás de las salas de exhibición.

            El sándwich está bueno. Sobre todo puede percibir con alivio que está sano y fresco. Ha hecho bien, como siempre, en evitar el puré de palta y la mayonesa, dos ingredientes que en su opinión deberían prohibirse en los comederos públicos; el estómago de Cáceres se encoge de sólo divisar los contenedores repletos de ellos en las vitrinas del mesón.

            No acostumbra comer en restaurantes. Cuando lo hace, un sistema digestivo delicado lo envía directamente al WC, sin excusas ni postergaciones. Los estándares higiénicos del estómago de Cáceres no son consistentes con los restaurantes santiaguinos. “El tripas de gringo” le dicen a sus espaldas los policías más jóvenes, que no le cicatean alias sin compasión a nadie. Pero esta vez se ha visto forzado a comer algo antes de dirigirse a su casa; le resta una hora de viaje en metro y a pie, y el estómago le cruje con un hambre que amenaza desmayarlo desde que no encontró tiempo disponible para almorzar en el casino de la policía hace unas seis horas atrás. Es un alivio que el sándwich de ave no le esté cayendo mal.    

            En el televisor ubicado en lo alto frente a su mesa pasan ahora una noticia urgente. Un incendio afecta a una vieja casona en la calle Esmeralda, que al parecer se usaba como asilo de ancianos. La vetusta estructura de madera y barro arde con la energía de una combustión de químicos. Es un infierno caótico. Ancianos, con el rostro lleno de terror desorientado, buscan alguien conocido a quien arrimarse, pero los cuidadores y enfermeras no tienen tiempo para ellos; no bien sacan a un viejo de las llamas, regresan en busca de otros seguramente más impedidos. Decenas de figuras seniles aterradas pululan enredándose en las mangueras de incendio, trastabillando con los policías que procuran cerrar el perímetro, golpeadas y empujadas de un lado a otro  por cámaras de televisión y reporteros ávidos. Con toda seguridad habrá muertos, piensa Cáceres, el incendio es enorme y los pocos bomberos que se divisan están a la defensiva. Las llamas crecen agigantándose. En pocos minutos nadie se atreve a entrar a la casona a buscar rezagados; todo se ha convertido en una gran hoguera de carbón ardiendo. Quienes quedaron adentro están más allá de toda posibilidad de salvación por redentores humanos.

            Antes de terminar su sándwich y salir del restaurante, Cáceres oye que hay seis muertos; cuando menos nadie logra encontrar a seis viejos entre los sobrevivientes. Pero es solamente al otro día en las noticias de la mañana, que se sabrá la verdad más oscura: no sólo había ancianos desvalidos en la casa. Más atrás, en un ala cerrada, se guardaban enfermos mentales incapacitados, catatónicos, sicóticos delirantes y autistas profundos,  impedidos de interactuar y relacionarse con nadie; al parecer enfermos sin mejoría posible. Todos ellos murieron carbonizados porque nadie alcanzó a abrir los candados que cerraban sus habitaciones del patio clausurado que compartían con los ancianos. Se trata de once pacientes más. En total hay diecisiete muertos carbonizados.

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Inicio de la segunda novela policial de Mario Valdivia. Nos presenta al inspector Cáceres, mano derecha del comisario Oscar Morante, en un momento de distracción revelador. De una vieja película de cowboys que lo subyuga, pasa a un noticiero que cubre la noticia de un incendio en una casa de reposo para ancianos.

Ese incendio desata un caso de crímenes brutales cuyas raíces quedan muy lejos años atrás. Convertido por el autor en una suerte de estrecho ojo de aguja  por el que un amplio pasado y un ramificado futuro pasan y adquieren su significado, todo se organiza a su alrededor. Viejas historias llenas de violencia y crueldad, que estaban enterradas en el olvido y la dejación, regresan a la vida con personajes cargados de odio y afanes vengativos.

Una tragedia que es a la vez un ajuste de cuentas casi olvidado, enfrenta a los policías a una inesperada disyuntiva sobre la verdad y la justicia. ¿Son una misma cosa? Y si no lo son, ¿qué se debe hacer?

Una novela publicada digitalmente.

Muy entretenida. Me gusto mucho esta segunda novela de Mario Valdivia, varias historias que se juntan al final. No fue el típico final donde la ley se impone frente a todo, pienso que lo más justo fue el final que se le dio a esta novela. La justicia “legal” no siempre es la más justa. A. PACHECO

Segundo policial excelente. Lei Crimen de Barrio Alto y ahora esta nueva novela. Las dos me parecieron muy buenas. Hay personajes atractivos, lugares creíbles, tramas apasionantes, suspenso hasta el final.
Esta, además, ensaya una retorcida temporalidad que sugiere el enorme peso del pasado; uno casi muerto que, de pronto, se activa de manera mortífera. El autor consigue traer al presente actuante los mundos pretéritos de varias personas que de pronto parecen retomar una vigencia sangrienta como si fueran comandadas por un destino colectivo que solamente dormía.
Se trata de crímenes horrendos, entre familiares, narrados sin altas emocionales de ningún tipo, todo sobriamente relatado como si se tratara de fenómenos naturales.
Hay algunos capítulos verderamente notables; destaco especialmente las “reflexiones” de un autista internado en un lugar de cuidado durante largos años.
Participa el mismo equipo policial del libro anterior, encabezado por un creíble y querible comisario Morante. GUILLERMO BAUZA

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